
«Yo sólo obedecía órdenes» – Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS, conocido como el arquitecto del holocausto.
La pandemia, por mostrar un ejemplo de actualidad, ha puesto de manifiesto que una cantidad muy elevada de individuos hacen lo que se les dice sin cuestionar ni plantearse nada, limitándose simplemente a obedecer.
A pesar de saber que el comité de expertos nunca existió, que los confinamientos fueron ilegales, que los medicamentos de urgencia no inmunizan y que tienen efectos secundarios, que a día de hoy no existe prueba científica de que la Covid-19 exista, (el Ministerio de Sanidad ha reconocido que no dispone de cultivo de SARS-COV-2, ni de registro de laboratorios con capacidad de cultivo y aislamiento para ensayos), que se han vulnerado derechos fundamentales y un millón de despropósitos más, la inmensa mayoría de la población obedece las consignas de la autoridad sin rechistar, intentando silenciar a todo aquel que manifiesta una opinión diferente.
¿Hasta qué punto una persona está dispuesta a actuar en contra de sus propios valores y principios por obedecer a la autoridad?
Stanley Milgram se licenció en Ciencias Políticas en el Queens College en 1954. Una vez terminados sus estudios en Políticas, se interesó por la psicología y obtuvo un doctorado en Psicología por la Universidad de Harvard. Milgram comenzó a trabajar en Yale en 1960 y, un año más tarde, en 1961, comenzó a desarrollar sus experimentos sociales de obediencia, cuya finalidad era medir la voluntad de una persona para obedecer las órdenes de una “autoridad”, incluso si estas órdenes podían ocasionar un conflicto con su sistema de valores y su conciencia.
A los voluntarios se les decía que iban a participar en un estudio sobre el aprendizaje si bien las investigaciones consistían en lo siguiente:
Una figura de autoridad ordenaba a los participantes administrar descargas eléctricas a otra persona cada vez que ésta respondiese erróneamente a una pregunta. La persona que supuestamente recibía las descargas era un cómplice, pero la que debía castigarla (el voluntario) no lo sabía.
Al participante se le explicaba que la máquina de descargas constaba de 30 niveles de intensidad. A cada error que cometiese el infiltrado, debía aumentar la fuerza de la descarga.
Al principio del experimento, el cómplice va contestando a las preguntas del sujeto correctamente, pero a medida que avanza el experimento empieza a “fallar” y el sujeto tiene que aplicarle las descargas.
El cómplice, cuando se llegara al nivel 10 de intensidad, tenía que empezar a quejarse del experimento y querer dejarlo, al nivel 15 y debido al dolor producido por las descargas se negaría a responder las preguntas y mostraría con firmeza su oposición al mismo. Al llegar al nivel 20 de intensidad, fingiría un desmayo y por tanto la incapacidad de responder las preguntas.
Ante este panorama, la autoridad anima al sujeto a continuar la prueba. Incluso cuando el cómplice está supuestamente desmayado, se considera la ausencia de respuesta como un error. El investigador le recuerda al sujeto que se ha comprometido a llegar hasta el final y que toda la responsabilidad de lo que ocurra es suya, del investigador.
Pues bien, a pesar de todo, el 65% de los participantes accedieron a administrar descargas eléctricas a otra persona en voltajes mortales. Y lo hicieron solo porque el “experto/autoridad” les indicaba que debían hacerlo.
Los resultados obtenidos tras su experimento fueron tremendamente impactantes y un escándalo para la comunidad científica.
¿Por qué los participantes obedecieron hasta esos niveles, a sabiendas de que estaban infringiendo dolor y hasta la muerte a otro ser humano? ¿Cualquier persona es capaz de todo si se dan las circunstancias adecuadas?
Quizás para la mayoría fue muy fácil dejar a un lado su responsabilidad individual frente a lo que estaban haciendo y escudarse, llegado el caso, en que la culpa fue de la autoridad, que ellos simplemente se limitaron a obedecer…
¿Y tú, también obedeces sin cuestionar?